Autoritarismo alimentario y las políticas del hambre
27 de julio de 2023
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odo Estado tiene la obligación ética y política de evitar el
el hambre en su población. Podemos decir que es uno de los rasgos principales para el funcionamiento de una administración, también una de las condiciones primeras para que no falle una nación. Más allá de crisis medioambientales y epidemiológicas, no hacer pasar hambre es un principio para un gobierno tan urgente como el de no torturar. Pero lamentablemente es también un límite olvidado entre Estados autoritarios y desinteresados, o aquellos largamente sumidos en confrontamientos civiles y luchas de poder.
El hambre y la desnutrición son problemas centrales en la sociedad contemporánea, de índole política y multifacética: sin acceso seguro a los alimentos los niños pueden dejar de ir a la escuela, las personas sanas enfermar, las personas en condiciones de vulnerabilidad empeorar su situación, los ancianos quedar desprotegidos, aumentar la brecha de género, limitar el desarrollo colectivo, extenderse la criminalidad de la sociedad así como, en los círculos administrativos, la corrupción. Toda esta cadena depende inicialmente de la voluntad y el manejo gubernamental para la inversión y la apertura de la producción, el desarrollo de conocimientos y la eficiencia en la gestión burocrática, así como de decisiones políticas concretas.
En sistemas totalitarios y autoritarios el hambre es una herramienta de control política, y a la vez, una ilusión en su discurso de propaganda exterior. Al interior del país, el hambre es un instrumento de dominación: una sociedad ocupada en buscar la comida del día no tendrá la capacidad necesaria de plantearse cuestiones de existencia política fundamentales, mucho menos de llevar a cabo iniciativas y programas de contestación a ese poder. Mediante políticas “salvadoras” de racionamiento y entrega “igualitaria” las formas de vigilancia y control se agudizan y perfeccionan. La espera que reproducen las condiciones de desabastecimiento son igualmente una estrategia de desgaste y precarización de lo político, en una ciudadanía inmersa en horas de pasividad para alcanzar comprar un alimento mediocre. Hacia el exterior, la politización del hambre es un recurso para establecer condenas e ideologías en torno a un enemigo común, las formas narrativas de subvertir esa hambre son igualmente una bandera de legitimación para esos Estados desinteresados que aseguran trabajar en “la soberanía alimentaria” sin implementaciones reales en el terreno.
Lo menos que les interesa a los sistemas totalitarios es erradicar el hambre, cuando se benefician de millones de dólares entregados por agencias internacionales en concepto de asistencia al desarrollo, que sus comisarios malogran como ayuda humanitaria, obstaculizando cualquier oportunidad de crecimiento. Son los mismos Estados que invierten en material militar y logística antidisturbios ante protestas ciudadanas contra la precariedad imperante. Son los que obstaculizan estudios de campo y observación de personal extranjero, los que reproducen estadísticas fetiches y afirmaciones huecas para maquillar las cifras catastróficas, evidencia de su falta de voluntad.
En periodos de desabastecimiento mayor las autocracias pueden recurrir a la comida como vínculo neopatrimonial, entregando “estímulos” a sus efectivos y socios cercanos, marcando una brecha mayor entre beneficiarios y vulnerables. De igual modo pueden entregar puntualmente otros alimentos para distender los ánimos de la población en momentos de convocatoria mayor, como los periodos electorales.
Entonces, el hambre no es un fenómeno aislado al que los gobiernos deben enfrentarse, el hambre es muchas veces un síntoma de su gestión, y la muestra de políticas estatales alimentarias signadas por una cosmovisión totalitaria. En este rigor, los programas de colaboración, asistencia, desarrollo, que instituciones internacionales proveen, aunque necesarios por su impacto local, pueden asumirse como un acompañamiento que, en última instancia, fortalece el autoritarismo alimentario en tanto no interpelan la producción de sus políticas específicas, ni erradican las dinámicas de control que estas producen.
En este escenario autoritario, los emplazamientos y protestas asociadas directamente con la inseguridad alimentaria e hídrica, y otros fenómenos asociados a esta escasez, son condenados, criminalizados, reprochados por la falta de empeño y creatividad de una población cada vez más famélica, angustiada, desesperada. El nivel de represión que implica ignorar las rutas del hambre en este sentido es incuestionable, y cualquiera que intente reproducirlo o entenderlo no hace más que participar de este engranaje malévolo. Se impone sacar el comportamiento autocrático de las esferas meramente políticas y reducidas. Visualizar sus consecuencias en cada área social, sobre todo en aquellas invisibilizadas, olvidadas, o donde el discurso autoritario construye sus mitos de legitimación: cuidado de infantes y mayores, desigualdad de género, alimentación y educación, derechos culturales y conflictos sociales. Cualquier postura que extrapole las insignias del totalitarismo en cómo comemos, cómo nos comportamos, y demás factores que implican una vida digna, no es más que una postura cómplice en el sufrimiento de estas sociedades.