La naturalización de la pobreza en Cuba
07 de noviembre de 2024
E
E
l gobierno cubano ha reconocido que 1 236 comunidades del
país viven en la miseria absoluta. El año pasado, el observatorio electoral internacional DatoWorld apuntaba a la Isla con un índice de pobreza de 72%, muy por encima de Venezuela (50%) y Honduras (48%). En 2022, el Índice Mundial de Miseria de Hanke —enfocado en inflación y desempleo— indexaba a Cuba en el noveno puesto; mientras el año anterior aparecía en el HAMI como el país número uno. Según el Observatorio Cubano de Derechos Humanos, la extrema pobreza en Cuba escaló a 89% en lo que va de 2024. Aunque las variables y metodologías difieren entre estas evaluaciones, sus aproximados ayudan a ilustrar la depresión económica y la escasez de los elementos más básicos de la vida por las que vienen pasando los cubanos en los últimos cuatro años.
Las consecuencias de crisis multifactoriales, cíclicas y prolongadas en el país tienen un impacto más agudo en el imaginario social. No hay rasgo más distintivo en una sociedad que ha vivido largamente en crisis que la justificación y naturalización de sus carencias. Esta postura, fruto de años de escasez y aceptación impotente, es también la mejor estrategia de dominación política para perpetuarla. La normalización de la pobreza implica que esta condición se vuelve una parte aceptada y esperada de la vida en una comunidad, de manera que la percepción de lo que es “normal” se ajusta para incluir la pobreza como una realidad cotidiana y no como una situación excepcional o injusta que necesita ser corregida. La naturalización de la pobreza ocurre cuando no se ha conocido o no se tiene recuerdo de una vida digna.
Durante la década de 1990, y en medio de la expansión de una crisis económica que no ha visto final, los cubanos comenzaron a ingeniarse recursos de sobrevivencia, recetas de aprovechamiento; en general, a buscarse la existencia por otros medios. La mayoría de la población recurrió a un mosaico de prácticas mediante las que negociaron, resistieron y se apropiaron de condiciones establecidas para ampliar y moverse dentro del mercado negro, intentando socavar las rigurosas políticas del régimen.
Treinta años después, las condiciones han empeorado a límites impensables para los adultos que, habiendo sido protagonistas del Período Especial, deben remontar ahora esta nueva y más profunda ola de depresión económica mientras una nueva generación nace y crece en mayor penuria. Son cubanos cuya existencia no ha conocido otra circunstancia que la de la escasez y el racionamiento.
La naturalización de la pobreza y su impacto intergeneracional
En las ciencias sociales existe una crítica extendida sobre la naturalización de la pobreza que emiten organismos internacionales como el Banco Mundial o empresas que se benefician del reparto desigual de las riquezas naturales.[1] En los reglamentos y disposiciones de estas entidades, se hace uso del término “pobreza” como variable de consecuencia natural, preexistente, inmodificable. En un mundo polarizado como el actual, la naturalización de la pobreza es parte del discurso biopolítico. Tiene que haber pobreza como dispositivo de advertencia, criminalización y condescendencia: “si no haces bien las cosas lo perderás todo”; “nuestra sociedad está amenazada por ladrones, drogadictos, gente de favela”; “de los pobres es el reino de los cielos”; “pobre pero honrado”. Pero la naturalización de la pobreza tiene otros espacios de reproducción más íntimos, dignos de ser expuestos.
Según estudios del período franquista en España, conformarse, acostumbrarse a vivir con poco y asimilar la miseria con resignación fueron actitudes habituales durante la posguerra, hasta el punto de que alimentarse pareció convertirse en la única prioridad durante años: “como no conocíamos nada mejor, nos conformábamos”.[2] Como la normalidad y la anormalidad no son categorías objetivas, sino experiencias subjetivas producidas a través de elementos culturales, la memoria de la carestía los años 40 en España pasó a distinguir a las generaciones posteriores. En el mismo año en que Herbert Matthews entrevistara a Fidel Castro en la Sierra Maestra, el periodista publicaba un reporte sobre la España profunda tras casi dos décadas de franquismo donde aseguraba que sus ciudadanos “tan solo se interesan por tener suficiente comida, una vivienda decente, buenas condiciones laborales, algo de educación […] que necesitan para su vida cotidiana”.[3]
De acuerdo a trabajos de campo realizados por Food Monitor Program, la normalización de la pobreza es también una aptitud en los cubanos que viven en la policrisis. Al indagar sobre la calidad del acceso a los alimentos, al agua potable o a la energía limpia para cocinar, surgen con frecuencia respuestas que sugieren, más allá de la autocensura, un entendimiento naturalizado de la precariedad. Por ejemplo, a la pregunta de “¿Cuán estable es el servicio de agua en el hogar?”, a menudo se reciben contestaciones como: “Es estable, cuando lo ponen”.[4] Aquí, el juicio del encuestado está condicionado a la precaria programación de distribución de agua dentro del programa nacional, por lo ya ha reconocido como normal su conexión cada dos o tres días, entre otros imprevistos del sistema.
Sobre la composición de la canasta básica, otra gran parte de los entrevistados —nacidos durante el proceso revolucionario— asegura que esta se compone de arroz, frijoles y azúcar. Tal afirmación proviene del desconocimiento de una alimentación saludable, sostenible y nutritiva, y se remite a la política aprendida del racionamiento. A la vez, ninguno de ellos supo decir sobre qué tratan los derechos a una alimentación digna ni el significado de una alimentación inocua. Por tanto, la normalización de la pobreza no es solo una percepción de terceros sobre los desposeídos, es también una autopercepción que se desarrolla ante las propias carencias.
Más allá de los obstáculos éticos y metodológicos que estas interpretaciones representan —desde la autocensura y el desconocimiento de derechos de una vida digna— para las investigaciones independientes, también se puede aventurar que aseguran cierta ventaja a las investigaciones oficialistas. La recogida de información con el sesgo de la crisis normalizada es instrumentalizada por el sistema a la hora de recabar estadísticas sobre seguridad alimentaria, por ejemplo, maquillando la grave realidad actual ante revisiones internacionales.
La naturalización de la pobreza como instrumento político
En Social Norms and Social Choice, los autores avanzan la idea de que, en sociedades altamente normadas como las autocracias, el temor a consecuencias y repercusiones conducen a un mayor bienestar seudopercibido, por lo que vinculan la normalización de la miseria con las reglas institucionales y las bajas apreciaciones individuales del valor humano.[5] Este escenario prolonga condiciones de vulnerabilidad para determinados grupos poblacionales.
Al triangular los contextos y grupos estudiados por FMP, se puede concluir que dentro de los factores que pudieran incidir en esta percepción destacan la falta de movilidad social y la desigualdad estructural en zonas donde se perpetúa la exclusión de comunidades desfavorecidas, en mayores condiciones de vulnerabilidad y con menos oportunidades de contrastar información. También es un indicador en grupos poblacionales como los adultos mayores, más expuestos a la normativación social a través de “valores” inculcados por el sistema. Por ejemplo, la creencia en la meritocracia y en la “benevolencia” y paternalismo del Gobierno promueve una mayor aceptación de las condiciones circundantes.
A la hora de recabar información detallada sobre las condiciones alimentarias en el adulto mayor, se encuentra que, iniciando sus valoraciones, siempre se anteponen excusas como “el Gobierno hace lo que puede”; “el Gobierno intenta, pero no halla cómo”; “el Gobierno tiene mucho en qué ocuparse y se olvida”; entre otras frases que legitiman la narrativa oficial. Esta última es también otro factor en la normalización de la escasez, al duplicar de forma aprehendida los cánones del mensaje oficial y su divulgación en los medios estatales. En ellos, es promovida una cultura del sacrificio, de la resiliencia, de la continuidad, como un valor estereotipado y sistémico, lo que obstaculiza la percepción de ruptura de estas condiciones.
La normalización de carencias creadas y perpetuadas —directa o indirectamente— por el sistema político no solo enrarece la vida cotidiana, sino que facilita la permanencia y legitimación del régimen político que las provoca; a largo plazo, interviene en la salud de la nación en general. Allí donde las carencias se extienden en el paisaje social, la población puede volverse insensible a la precariedad y aceptarla como tal. El vacío de perspectivas promueve la inacción política, despejando la necesidad de los gobiernos por proponer soluciones o tomar medidas significativas. Esta normalización puede alcanzar la percepción de otrora responsabilidades estatales, como el derecho a la salud, la educación y el bienestar general.
En Cuba, la escasez circundante deshumaniza, despoja de identidad, del reconocimiento de derechos. El mantenimiento de la espera y la incertidumbre, la asignación a cuentagotas de bienes y servicios básicos, la reproducción de un sistema que funciona justo apenas, aletarga la vida en la Isla. Una compra que debería demorar 20 minutos toma hasta 15 horas semanales; la cocción de los alimentos del día depende del abasto de agua y la conexión eléctrica… A veces se tiene electricidad, pero no agua; en otras, entra el agua, pero no hay electricidad con qué bombearla. Una preocupación constante de los cubanos es que los pocos alimentos perecederos que alcanzan a comprar se arruinen por las más de 12 horas de apagón diarias.
En estas dilatadas condiciones, cuando una familia cubana tiene agua potable, alimentos y energía con que cocinarlos —tres bienes y servicios básicos de la vida moderna—, se siente suertuda, bendecida, agradecida. Actualmente, los cubanos cifran su éxito y suerte en la posibilidad de adquirir una proteína que les dure todo el mes, un medicamento en falta en las farmacias, un ventilador de baterías con el que soportar los largos apagones nocturnos.
Por años, el derecho a la libre escogencia se ha visto privado por un sistema de “favores” y paternalismo estatal que han perpetuado una torcida maquinaria de sumisión por agradecimiento. Desaprender estas dinámicas de dominación, en la construcción de una nación con derechos, no es un camino fácil. Mas la catarsis social ante tanto descalabro no puede demorar mucho más.
[1] Álvarez Leguizamón (comp.): Trabajo y producción de la pobreza en Latinoamérica y el Caribe: estructuras, discursos y actores, CLACSO- CROP, Buenos Aires, 2005.
[2] C. Hernández Burgos y M. Ángel del Arco Blanco: “Las respuestas populares frente al hombre de posguerra: entre la supervivencia, la resistencia y la normalización”, en Historia del presente, no. 38, 2021.
[3] Herbert Matthews: The Yoke and the Arrows, Heinemann, New York, 1957, p. 109.
[4] Cfr. los testimonios recogidos en la batería de FMP sobre alimentación en zonas rurales (https://www.foodmonitorprogram.org/especial-alimentacion-en-zonas-semirurales).
[5] Bothelo, Anabela [et al.] 2005. "Social norms and social choice". Braga : Universidade do Minho