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Vivir en Cuba, una crónica surreal tras la pandemia

24 de mayo de 2022

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esde el año 2020 han ocurrido muchas cosas en Cuba: los 

estragos de la propia pandemia, el hundimiento de la economía con el congelamiento del turismo y la unificación monetaria y la llamada Tarea Ordenamiento, la acumulación de la tensión colectiva y las jornadas de demostraciones ciudadanas 11, 12 y 13 de julio. Cuba cambia vertiginosamente, lo que una vez era legal puede de pronto no serlo, el bache que estaba ayer no estará mañana o será sustituido por otro fallo estructural. Una se adapta a esa rutina de disposiciones cada vez más absurdas que el cubano sigue con automatismo y que tanto resuena si vienes de “otro orden de cosas”. Yo, por ejemplo, había salido del país y regresaba después de dos años. Esta vez iba un poco más a lo desconocido: un círculo cercano de amigos había abandonado el país casi en bloque y ya rehacían sus vidas en el extranjero. Los amigos que me quedaban en Cuba me recomendaban no volver. Los más optimistas me advertían “que me preparara”, porque “aquello estaba cada vez peor”. No faltaban los mensajes como “trae leche en polvo para el niño”, “asegura vitaminas, antibióticos, antihistamínicos”, “consigue test de antígenos”.

 

Lo primero que noté al llegar fue un cambio radical en la geografía humana de la ciudad. Los sitios de recreo (Vedado, Malecón, Habana Vieja) estaban vacíos. “No hay dinero” me contestaban cuando preguntaba por los lugares de encuentro conocidos. Tras la unificación monetaria y la inflación, una cerveza puede costar 250 pesos, una pizza napolitana 300, para un salario mínimo de 2100 pesos estos productos son inalcanzables. Por otro lado, los lugares de tránsito común parecieran ahora abarrotados, de gente sentada, gente parada, gente en diferentes posturas de espera. Esperando por el transporte, por pan, por galletas, por picadillo, por aceite, por huevos. Gente mayor, gente joven, hombres, mujeres, mujeres con niños.

 

En una ocasión me visitó una pareja amiga, el artista plástico, ella psicóloga. Hablamos de encontrarnos un sábado “el sábado no, ese día lo planificamos para hacer la cola del pollo, en el Vedado”. Cuando pregunté por qué en el Vedado si ellos vivían en otro municipio me contestaron “en el Vedado las colas son más tranquilas, más seguras, la gente no se faja tanto, esperas las mismas 6 horas, pero relajado”. A las tres semanas de esta conversación mis amigos no tenían más esta posibilidad. El gobierno habanero había dispuesto la compra de productos de primera necesidad estrictamente por municipios, y en los puntos de venta asignados según la libreta de abastecimiento, esa especie de cartilla de racionamiento sin la que el cubano de a pie no puede imaginar su día a día.

 

Sin colas es también difícil imaginarse el día a día del cubano, al menos del cubano sin acceso a moneda MLC, una especie de divisa virtual que solo puede recibirse a modo de remesas desde el exterior y recargada en una tarjeta que la entidad bancaria estatal destina para esto. La moneda MLC no puede sustraerse o comprarse legalmente, y tiene un solo uso: comprar en las tiendas que el gobierno ha destinado especialmente para ella.

 

A las nuevas “castas” que el gobierno ha creado con sus políticas se le añade el cubano migrado o sus familias que compran fácilmente en tiendas en MLC o en el mercado negro sin mayores temores, porque calculan en dólares o en euros; en ese escenario las cosas se han abaratado para ese grupo privilegiado. Luego están los cubanos que no tienen acceso directo al MLC, pero pueden comprarlo ilegalmente, a un costo que ha ido subiendo sistemáticamente hasta, llegar a día de este artículo, a 120 pesos cubanos. Luego está el cubano que ni siquiera tiene la posibilidad de esta compra en el mercado negro y debe esperar a que provean en las tiendas en pesos cubanos, previa presentación de tarjeta de identificación, libreta de abastecimiento, horas de espera y restricciones de dos compras del mismo producto al mes.

 

No obstante, la resistencia del cubano suele ser sorprendente, y siempre hay quien aprende a esquivar obstáculos “y le da la luz” a los demás. Tengo un vecino que ha desarrollado un algoritmo con los teléfonos celulares de toda su familia para lograr acceder a sitios de ventas online estatales, que comercializan con moneda MLC, pero a precios relativamente módicos (como Tuenvio.com). Accede a los combos y ofertas, y entonces es como una lotería, donde puedes escucharlo vociferando temeroso de que se caiga el sistema “¡dale clic ahora, dale que se va!!!”. Esa es su ocupación diaria. Si llega a comprar más combos de los esperados, por los propios fallos del sistema online, los revende a los vecinos ávidos del barrio, que no tienen ni MLC ni megas para acceder a mercados online.

 

Pareciera irracional, pero para el cubano de a pie estas estrategias significan la sobrevivencia misma: en una tienda en MLC un paquete de pollo puede costar 8 MLC, en una tienda en pesos cubanos (controlada y regulada por el gobierno) 250 pesos cubanos. La diferencia de más 700 pesos cubanos convence a muchos a madrugadas de espera para adquirir aceite, pollo o aseo a precios más económicos. Además, esto tiene ramificaciones más serias cuando se considera la economía a nivel individual. Pongamos un ejemplo en el momento del famoso Ordenamiento: una persona que tuviera 1000 CUC (alrededor de 1000 dólares estadounidenses) en el banco en diciembre de 2020, ante su inminente desaparición lo cambiaría a razón de 25 x 1, y tendría 25 000 pesos cubanos. Ante la devaluación del peso cubano, ese monto un poco más de un año después, a razón de 1 dólar por 107 pesos cubanos, equivale a 221 dólares, un cuarto de la suma inicial en CUC.

 

Pero no son solamente las personas las que han cambiado sus finanzas, gestiones y rituales, para precarios ejercicios de sobrevivencia, la ciudad misma ha cambiado radicalmente. En un solo municipio, al menos 7 puntos de venta y 6 cadenas estatales (como Ditú, Sylvain, Trimagen, Dulcinea, Cupet), entre otras tiendas que antiguamente habían comercializado con la extinta moneda CUC, y que se habían quedado para vender en pesos cubanos (y no en MLC), habrían quebrado rotundamente. Quebrado, pero no cerrado. Siguen estando “funcionales”: permanecen abiertas con estantes llenos de un mismo producto de pasta de ajo, tienen electricidad, tienen de 2 a 5 trabajadores, normalmente sentados conversando. Todos los equipos de refrigeración que solían conservar alimentos perecederos se mantienen conectados, incluso algunos con sus puertas abiertas para ayudar a los “vendedores” a palear el calor.

 

El giro mágico de las decisiones estatales no modificó solamente dónde y cómo comprar para el cubano, sino también qué comer. Esto es lo que ha pasado con la carne de cerdo, tan popular en la gastronomía cubana, hasta el 2020. Entonces, el Estado decidió no vender más pienso animal, y como el Estado controlaba totalmente esta importación se afectó directamente el negocio porcino privado. Los emprendedores ganaderos de este ramo dependían totalmente del pienso que importaba y distribuía únicamente el Estado. Podemos decir que el Estado usó la pandemia para anular este sector, que estaba compitiendo con la industria estatal. Como resultado, la industria porcina privada perdió casi la totalidad de su producción, a su vez el Estado no tiene capacidad de suplir esa demanda, ergo, la dieta cárnica del cubano se compone hoy día básicamente de pollo en sus más diversas y creativas elaboraciones. No en vano mi vecina protesta en forma jocosa “nos van a salir alas”, “ahorita cacareamos”.

 

Como resultado de décadas de administración fallida, pero sobre todo, de los últimos dos años, en Cuba hay tanta desigualdad que existe un mínimo grupo viviendo muy bien: transportándose en una especie de Uber cubano, pidiendo comida a domicilio, visitando emprendimientos orgánicos, clases de yoga, fiestas exclusivas, que tiene naturalizado viajar. Otro grupo que ha perdido el acceso medio que tenía tras el ordenamiento y comienza a hacer malabares; y un tercero mayoritario que ha pasado a la pobreza extrema, porque ha estado desplazado de todos los espacios de trabajo o ingresos y a la vez, no tiene familia en el extranjero.

 

La depresión y fatalismo que sentía en los mensajes de mis amigos antes de llegar pueden palparse en las muestras de esa esperanza fallida que abunda en la ciudad y que respira este último grupo. En mi cuadra hay tres casas en venta con todo lo que tienen dentro. Sus habitantes esperan poder ganar lo suficiente vendiendo todo lo que les queda en el país para poder costearse los pasajes de toda la familia y recomenzar en otro lugar que, al menos, no les avizore la vida en colas.

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